Londres, 14 de julio (Tinta Roja).- A las 15:58 del domingo 13 de julio, la costa este inglesa fue escenario de una escena que, en cualquier otro contexto, habría paralizado al país. Un pequeño avión sanitario —el Beechcraft King Air B200, matrícula PH-ZAZ, operado por Zeusch Aviation— despegó del aeropuerto de Southend, se elevó escasos 175 pies, se ladeó de forma abrupta, casi se invirtió en el aire, y se estrelló de frente contra el terreno seco a pocos metros de la pista. Todo esto, ante los ojos de decenas de pasajeros, empleados del aeropuerto y familias que paseaban por la zona.
“Fue como si el avión se doblara sobre sí mismo y luego se lanzara al suelo. En segundos, desapareció dentro de una bola de fuego”, contó a medios británicos John Johnson, testigo presencial que había llevado a sus hijos a ver los aviones despegar.
Las imágenes tomadas desde el aire, pocas horas después, muestran el resultado con brutal claridad: una mancha negra y densa sobre el césped amarillento, delimitada como una quemadura. En el centro, los restos retorcidos del avión. Apenas queda reconocible una sección del fuselaje posterior, con dos ventanillas intactas. El resto —alas, cabina, motores— está reducido a fragmentos esparcidos, irreconocibles, carbonizados.
Casi 24 horas después del accidente, nadie ha confirmado cuántas personas iban a bordo. No hay víctimas identificadas. No hay una lista de pasajeros. No hay nombres. No hay duelo. No hay luto. Solo una página en blanco.
Eju