Madrid, 21 de julio (Tinta Roja).- Durante más de una década, el único idioma que habló Marcos Rodríguez Pantoja fue el de los aullidos. Aprendió a vivir como un lobo. No por decisión, sino por necesidad.
Marcos nació en Añora, un pequeño pueblo de la provincia de Córdoba, en Andalucía. Su madre falleció cuando él era apenas un niño, y su madrastra lo maltrataba. «Me hacía dormir fuera, lloviendo, bajo una manta. No era una persona humana, era muy mala», relató a los medios.
A los cinco años, su padre lo entregó a un hacendado a cambio de una choza y un caballo. Poco después, fue enviado con un guardacabras. El anciano vivía en una cueva, aislado de todo. Un día, gravemente enfermo, le anunció que se marchaba. «Me dijo que se iba muy lejos. Yo le pregunté si podía ir con él, pero me respondió: ‘No, si has sobrevivido hasta ahora, podrás seguir solo'», recuerda Marcos.
Se quedó completamente solo en mitad del monte. No sabía cazar ni pescar. Se alimentaba de raíces, frutos silvestres y cualquier cosa que comieran los animales. En una ocasión, casi muere intoxicado tras ingerir carne de un ciervo en mal estado.
El encuentro con los lobos
Todo cambió cuando, con apenas seis años, encontró una cueva habitada por dos lobeznos. Comenzó a jugar con ellos. «Todos los días se asomaban a ver si yo volvía», recuerda. Pero un día se quedó dormido dentro de la lobera, y al despertar, la madre loba tenía el hocico sobre su cara.
«Me pegó un manotazo en el culo y me lamió. Yo me arrinconé contra una roca. Luego vino el macho con un ciervo muerto. Repartían carne a los cachorros y yo, con hambre, le quité un trozo a uno. El lobito chilló. La madre vino, me quitó la carne, se la devolvió al pequeño, pero luego fue a por otro trozo y me lo dejó a mí. Al principio no lo quería coger. Tenía miedo. Al final lo hice, y me lamió la sangre de la boca», recuerda.
La manada lo aceptó. Dormía cerca de ellos, aunque no con ellos. Caminaba a cuatro patas, imitaba sus sonidos y aprendió a sobrevivir sin fuego durante las frías noches.
Hasta que un día, al lanzar una piedra a una perdiz, vio una chispa. Así aprendió a encender fuego con piedras, musgo y ramas secas.
«Sin ayuda para la adaptación»
En 1965, cuando tenía unos 17 años, unos hombres lo avistaron en la sierra. «Vieron una figura rara. Era yo. Llamaron a la Guardia Civil. Bajaron a caballo, me atraparon con un lazo. Mordí a uno. Pensaban que iba a llamar a los lobos, así que me taparon la boca», relata.
Aquello marcó el final de su vida salvaje. Le cortaron el pelo y lo llevaron ante su padre. No lo reconoció. «Me decían ‘Este es tu padre’ y yo repetía ‘Este es tu padre’. No sabía lo que significaban las palabras. Le mordí cuando me tocó», cuenta.
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